Ocurrió una tarde de verano en Sevilla. Eran las siete en punto en una ciudad desierta de transeúntes, cuyo silencio solo se rompía con la voz rota de algún turista despistado, que sin saber la realidad de los “40 grados a la sombra”, se paseaba, casi arrastrándose, por el Barrio de Santa Cruz susurrando “Oh my God!”...
Por fin nos abren la puerta trasera de los Alcázares y puedo disfrutar de unos segundos de sensación de frescor, traspasando los patios interiores, galerías y jardines, hasta llegar a la zona del escenario. Allí, el sol sigue mandando, como si hambriento quisiera tostar todo lo que aún está a su alcance y tuviera antojo por devorarnos asfixiados y sudorosos.
Comienzan las pruebas de sonido. Con tranquilidad voy afinando una a una las clavijas de mi viejo laúd cuando, de repente, un crujido seco hace estremecerse a todo el instrumento. El clavijero se había rajado en su unión con el mástil. Me acababa de quedar sin instrumento a dos horas antes de empezar el concierto. Yo también suspiré… “Oh my God”...
El resto de compañeros de grupo continuaban las pruebas de sonido.
Con cierta calma, más bien por el atontamiento del calor que por otra cosa, reviso la parte dañada: el clavijero de un laúd se une al mástil del instrumento a través de un hueco en forma de cuña, donde suele encajar perfectamente. En el mío, el clavijero, al tener casi rota esa unión, estaba a punto de salirse.
Mientras pensaba qué podía hacer bebía agua de mi botellita, aflojando con cuidado y mimo las clavijas del instrumento, rebajando la tensión. A la desesperada se me ocurre una idea disparatada: echar agua a la madera, en ese pequeño hueco en cuña, para que se hinche y la unión quede más justa. Cojo la botella y comienzo a humedecer esa zona. Presiono el clavijero y tenso nuevamente el instrumento… ¡Aguanta!
Y vaya que si aguantó. No recuerdo realmente qué tal fue mi interpretación en aquel concierto, que se me hizo interminable, más preocupado por que el instrumento aguantase, que por la música que podía sacar de él.
Lo que sí sé, es que por mucho que hayas estudiado el repertorio de un concierto, por mucho que hayas soñado con lo bonito del escenario, con el momento del espectáculo, nunca puedes imaginar qué te va a suceder justo antes de hacer música. Desde luego, el momento de la rotura del instrumento, ¡eso sí que fue un espectáculo! Sobre todo, la carita que yo tendría en ese momento… Oh my God!
Y mientras sigo recordando historias, os propongo esta improvisación a laúd solo. Esta vez, con uno nuevo :-)